La narrativa cubana vive
una crisis tan profunda como el cráter a que se asoma nuestra lírica. La
experimentación no rinde frutos verdaderamente transgresores. El regreso a los moldes
tradicionales da como resultado construcciones harto previsibles. Los realismos
(mágicos, socialistas, sucios) están hace rato en bancarrota. La elucubración fantástica
ha perdido buena parte de sus capitales simbólicos. No, no somos un pueblo de
narradores. Cuatro o cinco novelas de clase mundial no consiguen articular una
tradición literaria. Existiendo espacios ficcionales como el argentino,
colombiano, chileno, mexicano ¿qué podemos pedirle a nuestra incipiente industria
narrativa? ¿Qué nos pueden ofertar los escribientes que pergeñan sus historias aquí
y ahora?
Somos, sin lugar a
dudas, un importante reducto cultural dentro de la llamada civilización del
espectáculo. La maldita circunstancia del agua por todas partes nos ha
preservado de males mayores. En pleno siglo XXI, seguimos siendo una célula que
se comunica con el exterior a expensas de intrincados mecanismos de ósmosis y
difusión. El escritor cubano padece una desmesurada disyunción con la aldea
global. A nuestra literatura le falta ancho de banda. Es un problema que no se
resuelve con meros desplazamientos de escenario. El incremento de zonas Wi-fi tampoco parece ser la solución. Aunque,
desde el punto de vista tecnológico, empezamos a olisquear algunas golosinas del
siglo XXI, nuestros habitus (el término
es de Pierre Bourdieu) permanecen anclados en el siglo XX, por no decir que muchas
facetas de nuestra rugosa cotidianidad nos lanzan de cabeza a los albores del XIX.
Vivimos entre el pozo y el péndulo.
Una escritura que parta
de estos presupuestos, que reconozca estas limitaciones y sepa desentrañar en
ellas una posibilidad de ruptura, es lo menos que podemos pedir a estas alturas
del campeonato. Artefactos narrativos que logren soportar la intensidad y la
frecuencia con que circula y se almacena la información en nuestros días. Un byte de adolescencia es uno de esos
libros que nos dan esperanza. Claro que no se trata de una obra maestra (tampoco
lo pretende), por supuesto que no debemos confundir este inquietante opúsculo
de Edel Morales con la luz al final del túnel. El autor sabe muy bien que la cegadora luz siempre estará más adelante.
En esta novela se asume un discurso narrativo ambientado en un escenario distinto, moviéndose en los intersticios de
un presente duro, caótico, palpitante, a medio camino entre lo virtual y lo
real, hasta hacer confluir los signos decisivos del pasado y del futuro. Es
este uno de los principales enunciados con que el autor enmarca su relato. La proliferación
rizomática de metatextos, además de revelar los mecanismos con que se va
fraguando la historia, nos aportan incisivos atisbos sobre la situación de la
literatura en un universo pautado por las implacables leyes del mercado: Una época signada por la interrelación,
transgresión o mutación de identidades, soportes y géneros.
Uno de los aciertos más
plausibles de esta novela es la asunción de un discurso fragmentado, en franca
oposición a lo que el autor designa como desesperanza
ordenada, lineal, de la historia. En otro momento precisa que su novela se construye en un escenario virtual. Lo
cierto es que Historia de Ka es algo
más que un libro. Nos encontramos ante un verdadero producto postmoderno que
aspira a ser consumido por un público que cabecea su duermevela tecnológica, postescritural.
La postmodernidad, o
como quiera que se le llame, existe. La humanidad atraviesa un vertiginoso punto
de inflexión. El paradigma científico ha sido reemplazado por el tecnológico.
No hay que leerse demasiados libros para darse cuenta. Después de lograr un
mapa completo del genoma humano, los científicos se han percatado de algunos errorcitos
de cálculo: Al hurgar en nuestro material genético se les hizo evidente que el homo
sapiens no procedía del neandertal, sino del cromañón. Se rebuscó un poco más
en nuestro ADN y, pum, aunque compartimos un 99 % de información genética con
los primates, decididamente los monos no son nuestros parientes del campo. Parece
que nos alejamos del tema, pero soslayar evidencias es asumir la dialéctica del
avestruz. Olvidar que nos encontramos en medio de la Quinta Glaciación es algo
más que una simple omisión. Protagonizamos, sin darnos cuenta, La Era del Hielo
V y no sabemos a ciencia cierta quiénes somos ni de dónde venimos. Aspectos que
hay que tener muy presentes a la hora de escribir un poema, un cuento, una
novela, filmar una película, armar una coreografía, ejecutar un performance,
construir cualquier artefacto cultural que quiera comunicar algo a los homúnculos
del siglo XXI.
En tiempos donde el zapping y el cut-up han llegado a constituirse en legítimos modos de apropiación
de la realidad, es una flagrante estupidez pensar que los lectores no se
encuentren en condiciones de reconocerse dentro de las dinámicas propias de un
discurso fragmentario. La vida misma es un poliedro astillado. Hablar de fragmentos
imantados y signos en rotación es ya un socorrido lugar común. El discurso
audiovisual hace mucho se percató de la imperiosa necesidad de generar
productos que puedan ser consumidos de una manera interactiva: del final hacia
el principio, de atrás hacia delante, del centro hacia los bordes, de modo
aleatorio, incompleto, descoyuntado, postmoderno. Es por eso que libros como Manhattan
Transfer, Rayuela o Paradiso nos parece tan actuales.
El verdadero problema es
que nos vamos quedando sin lectores. Leer
ya no es lo que era antes, una aventura. ¿Culpa de quién? De los lectores,
seguramente. Pues no, la culpa es de los libros. No se puede seguir pensando en
el libro como se pensaba en el XIX o el XX. Parafraseando a Nietzsche: El libro
es algo que debe ser superado. Ojo, que no hablamos de la muerte del libro,
sino de la elevación de la palabra impresa hacia un estadio superior. La verdad
es que el libro ha evolucionado muy poco de Gutenberg hasta la fecha. Hay que lograr que el libro se convierta en un objeto
cultural capaz de moverse en una variedad de plataformas. Nosotros mismos, aquí
en Holguín, tenemos un autor interesantísimo, Mateo Mordeccai, que ha publicado
la antología narrativa de todo un movimiento literario, el umbralismo. Los
umbralistas ya tienen una película, El
año del meteorito, que cuenta con un videojuego conexo. Uno de los
principales gestores del umbralismo, Rafael Ramírez, es el alma de otro espacio
de creación orbitado por los umbralistas, la Royal Bakunin Orchestra.
Por eso nos alegra tanto
que el autor de Un byte de adolescencia
invite al lector a conectarse a Internet, y buscar en su blog las entradas del
relato original. Nos advierte que allí
podremos encontrar otras versiones de esta novela, comparar documentos y dejar nuestras
opiniones, pero también disfrutar
canciones, videos, fotos con distintos perfiles de Ka, tal como se veía en el
suceso real. Es una proposición muy inteligente, empañada un poco por lo
que acaso sea una broma que no entendimos bien. Al abrir la novela tropezamos
con una portadilla donde se nos advierte que estamos ante una Edición definitiva. Revisada, ampliada y
fijada por el autor. Luego, en la pág. 184, hay una nota al pie que desautoriza la segunda, tercera y cuarta
versiones. Esa férula ortopédica es, a nuestro modo de ver, un obstáculo
que lastra la principal virtud del libro: su capacidad interactiva, dialogante,
de crucigrama que debe ser completado por sus lectores. Hemos pensado que puede
tratarse de una intervención de la editora, el personaje de la editora. (No confundirla con Teresa Melo, que es un
alma de Dios). Agradeceríamos que el autor colgara en su blog un aviso que nos
suministre un poco de luces al respecto. ¿Por qué razón se obliteran las
posibilidades de expansión de una obra que pregona a los cuatro vientos su calidad
incuestionable de work in progress?
A pesar de sus
ostensibles contradicciones y lo incómoda que pueda resultar su apreciación por
un lector hecho a las maneras de relatar convencionales, nadie podrá negar que Un byte de adolescencia es, como lo
define su propio autor, un calidoscopio
de colores y figuras geométricas que llevan el signo inequívoco de la
transición.
Presentación por el #poeta José Luis Serrano de la #novela Un byte de adolescencia, de Edel Morales, en #Gibara, #Holguín, Casa de la Cultura, durante las actividades por los 30 años de las Ediciones Holguín, 17 de septiembre de 2016.
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