domingo, 19 de marzo de 2017

Un verano en Facebook - Capítulo 3 - Novela - Edel Morales

(Que te vuelva a encontrar. Segunda temporada)
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III

 Él siempre había escuchado decir que en el D. F., cuando caía la noche, la gente se mataba sin escrúpulos. Un episodio narrado por Roberto Bolaño en Los detectives salvajes, el libro que llevaba en la mano, le había revelado la fijeza de aquella afirmación, tan agria como rotunda, escuchada en varios lugares de América.

Le gustaba el chileno, a quien había comenzado a leer desde el final, cuando un amigo le envió una copia en PDF de 2666 con la indicación de que dejara los ojos en la pantalla pero no dejara “para más tarde” la lectura de ese mamotreto inconcluso, recién impreso en España por Anagrama.

Comenzó la lectura en pantalla completa esa misma noche, refugiado en la complicidad del cuartico central que ahora le servía de estudio, el mismo que durante años había empleado la hija de su sangre y de sus sueños para las visitas de fin de semana. Pero la suerte o su estrella, que según asevera Sancho vehemente son la misma cosa, lo había acompañado una vez más.

Dos madrugadas después, al terminar con la primera parte de aquella novela excesiva (consideraba por su amigo “radiografía literaria de la estulticia occidental moderna que acompaña la idea de progreso” y “monumento inacabado del realismo visceral en la amarga época de las maquiladoras”), pudo hacerse con un ejemplar impreso, gracias a los buenos oficios de un segundo amigo que le acompañó el obsequio salvador con la promesa de facilitarle “todo Bolaño” tan pronto terminara con el libro póstumo.  

            Amigos iba a necesitar en el D.F., y buenos, pensó mientras se dejaba conducir por la pausada esterilla eléctrica del aeropuerto internacional Benito Juárez de la ciudad de México hacia las casillas de internación. Era un recorrido monótono, que en algún momento previo él mismo había calificado como “el ruedo infinito de la abulia viajera”, pero de cuya sosegada extensión disfrutaba ahora, apoyado displicentemente en el asa de su equipaje de mano.

Observó el ir y venir de viajeros en la terminal aérea y decidió que no aventuraría un solo paso para apresurar el final del recorrido. Se tomaría un respiro para escrutar el ambiente, captar alguna esencia de la nueva situación, descifrar las claves ocultas en posiciones, gestos y miradas, antes de lanzar su humanidad hacia el acaecer vertiginoso que adivinaba más allá del control de pasajeros, el chequeo de aduana, la puerta de salida.

             No era la primera vez que volaba al D. F., la gran metrópoli de las tres culturas, el reino de la violencia, la contaminación y el trabajo informal. Había estado allí en varias ocasiones anteriores. Por eso no lo sorprendió la advertencia a los viajeros que resonaba metálica, imperativa, en los altavoces: permanecer cerca de sus equipajes, no tomar taxis que no fueran los del aeropuerto.

Pero nunca había permanecido en la ciudad de Octavio por más de dos días. Siempre en alguna conexión demorada, de paso hacia otro lugar, para realizar algún trabajo rápido. O de regreso, ya exhausto y con ganas de volver a casa, de esas otras ciudades con industria y alma propia que animaban su personal visión de México, un país picante, sentimental, rico en variaciones y consumiciones, al que desde niño había aprendido a amar y aborrecer a partes iguales.

Monterrey, con sus duros perfiles de acero y cemento anegados de dinero, droga fácil y fiestas caras hasta el amanecer; Cancún, la rivera maya, su aura de mar y selva y casino y leyendas ancestrales; la Guadalajara jalisciense, muralista, audiovisual y libresca,  en un llano, con su tequila y sus mariachis y el encanto duradero de las mujeres tapatías; y, por fin, México, en una montaña, con su Torre Latinoamericana, su Ángel de la Independencia, su Museo de Bellas artes, sus niños de rasgos aborígenes marcados que se lanzan sobre el parabrisas o hacen círculos de fuego en las esquinas por el favor de una moneda, México D. F., su misterio por develar.

“…a través de la ventana trasera vi  una sombra en medio de la calle. En esa sombra enmarcada por la ventana estrictamente rectangular del Impala, se concentraba toda la tristeza del mundo.”

            El episodio, narrado por Bolaño,  había quedado clavado en su memoria como una revelación. Estaba casi al final de “Mexicanos perdidos en México”, esa suerte de diario de un aspirante a escritor en 1975 que arma la primera parte de Los detectives salvajes, el libro que muchos críticos bien situados consideraban la más mexicana de las novelas escritas en México. Lo continúo rumiando durante el trayecto hasta el hotel y volvió a repasarlo mientras se retiraba el botones y él abría el equipaje, repartía sus pertenencias entre el ropero y las gavetas, se servía una copa de vino.

alfonso Quijano bebió un sorbo de Casillero del Diablo y cerró el manoseado ejemplar que leía desde la mañana sin darse un respiro (impresión de Monte Ávila Editores, rotulado con destaque Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos 1999). Lo colocó en la parte superior de la mesita de noche de su habitación en el segundo piso del Hotel Majestic, con el marcador entre las páginas 124 y 125,  y abrió de par en par las puertas del balcón para sentir el aire de la ciudad, fumarse un cigarro, contemplar a plenitud la impresionante vista panorámica con que se anunciaba la presencia patrimonial del Zócalo de la capital azteca.



En la enormidad que se abría ante sus ojos observó un grupo de trabajadores de a pie, todos cubiertos de uniformes con identificación en blanco y verde. Recogían sus enseres. algunas personas vestidas de traje y corbata, que supuso directivos, editores o libreros, conversaban entre ellos. Parecían haber terminado de acondicionar y revisar las grandes carpas que en función de pabellones albergarían en las próximas jornadas la peculiar Feria del Libro del Zócalo, de la cual le hablara un tiempo atrás su exótica Editora. Las ciudades invitadas eran, en este octubre cargado de augurios del año 2006, La Habana y Los Ángeles, razón por la cual él estaba allí.

A pesar del frío nocturno permaneció acodado en la baranda del balcón, contemplando la barroca Catedral metropolitana donde José Martí contrajo nupcias con Carmen Zayas Bazán, según había leído. Pensó en el destino de ese matrimonio, condenado desde su nacimiento a padecer los tristes rigores de un final prematuro, y en el fértil destino trágico del apóstol, condenado, por su amor a Cuba, a imaginar en la distancia del exilio el despertar de su hijo Ismaelillo.

De aquellos arrebatos románticos y de estos excesos barrocos se había nutrido Martí, el literato, el héroe, el profeta. Había tomado posesión del alma nueva en su raíz. Había expandido el núcleo durable de la lengua española. Había inoculado en todas partes el germen vital, subversivo y mutante, del modernismo latinoamericano; y en una guerra sin odios, rápida, necesaria, había liberado del imperio el idioma común para trasmitir mejor su herencia y derrotar en toda la línea los adustos poderes centenarios del colonialismo cultural ibérico.

Se dejaba viajar por la historia, mientras degustaba una copa de vino y expiraba hacia la noche el humo de un segundo cigarro. Volvió a mirar a la plaza. Los trabajadores de verde y blanco se habían marchado. Dos hombres de traje y corbata salían del área de las grandes carpas y se dirigían a sus autos. La ciudad se recogía temprano, acosada por la inseguridad y el frío ambiente.

Un grupo de carpas más bien pequeñas, situadas al final y hacia la izquierda, en la esquina más alejada, mantenían sus fuegos encendidos, lo que atrajo su atención. Por la ubicación y el tamaño no parecían formar parte de la Feria. Una gran fogata ardía entre ellas. Picado por la curiosidad se detuvo a examinar el comportamiento y atuendo de las personas visibles en esa zona de la plaza. Era evidente su extracción popular. También era obvio que no pensaban marcharse. Parecían cocinar algo. La combinación de ambas datos  le hizo sospechar que se trataba de un plantón de algún grupo de gente muy pobre. Probablemente hacían parte de los miles de manifestantes llegados al D.F. en los últimos meses desde todo el país para protestar por los resultados públicos de las elecciones presidenciales de junio.

Habían copado la ciudad hasta hacerla intransitable. Habían permanecido durante varias semanas en las primeras planas de los periódicos y en las pantallas de televisión de medio mundo. Habían llamado la atención de millones de internautas indignados en las redes de Internet. Pero no habían conseguido revertir el resultado. El gobierno de los más fuertes había continuado siendo el gobierno de los más fuertes, ratificados en su (i)legalidad y en el disfrute de sus ricas propiedades por el dudoso recuento de las urnas.

Allí estaban, hambrientos y descalzos, los que nada tenían que perder, los más humildes, aferrados a su terquedad histórica, en medio del frío, el cansancio y la indiferencia creciente del país y del mundo. Una serie de rústicas pancartas los declaraban dispuestos a seguir adelante, a soportar los rigores del clima, el rechazo de las élites, la molicie de la clase media, y la embestida de la fuerza policial si llegaba a producirse.

Todo ese sacrificio (apuntó en su moleskine de viaje) ya no tenía otro sentido que sostener una imagen en la memoria, mantener viva la llama,  y recibir en el Zócalo, el lugar de las consagraciones, las marchas de sus iguales: indígenas, campesinos, maestros, trabajadores y estudiantes de a pie que avanzaban, en oleadas bien organizadas, desde las regiones más distantes y abandonadas de los Estados Unidos Mexicanos, hacia la agazapada ciudad de Cuauhtémoc, intentando hacer valer sus antiguos reclamos de tierra y libertad. 

Y allí estaba él, Alfonso Quijano, bebiendo vino chileno, fumando cigarros cubanos, con una cámara japonesa colgada al cuello, haciendo fotos del Zócalo en el México nocturno, desde su estratégica habitación de hotel. Sentía desplazarse allá abajo el espectro de esa sombra detenida en medio de la calle que Bolaño había captado en su libro más famoso y especulaba con los contrastes de luz y sombra y el buen álbum que obtendría para el nuevo sitio en la red de redes.

Nunca supo cómo ocurrió. Estaba a punto de rendir su alma a la penumbra y dormir, tal vez soñar, vencido por el cansancio del viaje y lo avanzado de la hora, cuando vio moverse sobre los adoquines de una calle lateral la sombra de aquella sombra donde se concentraba toda la tristeza del mundo, enmarcada por la pantalla estrictamente rectangular de la cámara digital de alta resolución, y sin pensarlo dos veces apretó el obturador. 

Un segundo después escuché sonar el disparo. Me lancé de un salto hacia la habitación. El teléfono llamaba insistente. Levanté el auricular. Escuché deletrear una palabra clave, largamente recordada. Completé la juguetona contraseña mientras cerraba las puertas del balcón. En el otro extremo de la línea una mujer gritó mi nombre y dijo baja ya muchacho. Agarré el libro de Bolaño.

Ya estaba en la acera cuando vi encenderse las luces de un Ford y las luces de un Montero. Parecía una película de ciencia-ficción. Mientras uno de los coches doblaba en la estrecha bocacalle, el otro se acercó, como atraído por un imán o por la fatalidad, que viene a ser lo mismo según escribe el chileno.

Escuché otra vez la voz de la  mujer, ahora en directo. Me llamaban desde uno de los coches. El Ford se detuvo tres metros antes de llegar. Vi la silueta de un matón que bajaba del Montero. Sus acompañantes, sin bajarse, le gritaban que rompiera una de las ventanas de cristal. ¿Por qué no acelera?, pensé.

El matón empezó a patear las puertas. Vi alguien que avanzaba por la recepción del hotel hacia mí, intentando que regresara. Vi las caras de los matones en el interior del Montero. Uno de ellos fumaba un puro. Vi el rostro del chofer y sus manos que se movían por el tablero de mandos del Ford. Vi la cara de su acompañante que miraba impasible al matón, como si la cosa no fuera con él. Vi moverse los labios de una mujer muy hermosa que gritaba mi nombre en el asiento trasero.

Supe que el vidrio no iba a resistir otra patada y de un salto me vi junto al matón. Luego vi que el matón se tambaleaba. Olía a alcohol, seguramente había estado celebrando algo. Vi mi puño derecho, la cámara digital y el libro de Bolaño que se proyectaban en secuencia  sobre el rostro del matón y en esta ocasión lo vi caer.

Sentí que me llamaban del hotel y me volví. Empujé un poco el cuerpo que estaba a mis pies y vi el Ford que por fin se movía. Vi salir a los otros dos matones del Montero y los vi dirigirse hacia mí. Vi que la mujer me llamaba desde el interior del coche y que abría la puerta. Supe que siempre había querido hacer algo así.

Entré y antes de que pudiera cerrar el chofer aceleró de golpe. Oí un disparo y luego otro. Nos han disparado, hijos de la chingada, dijo la mujer. Me volví, y a través de la ventana trasera vi la sombra en medio de la calle. El espectro de aquella sombra que concentraba toda la tristeza del mundo. 

Entonces mordí con hambre infinita los labios de esa mujer que hasta diez segundos antes solo conocía a través de los contactos de una red de amigos en Internet, mientras el Ford daba un salto y dejaba atrás la entrada del hotel, el Montero de los matones, la estrecha calle Madero, doblaba con un giro violento a la derecha, y antes de que terminara de besarla salía de la plaza del Zócalo y nos perdíamos en la jungla asfaltada del D.F. 

 


 



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