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III
Le gustaba el chileno, a quien
había comenzado a leer desde el final, cuando un amigo le envió una copia en
PDF de 2666 con la indicación de que
dejara los ojos en la pantalla pero no dejara “para más tarde” la lectura de
ese mamotreto inconcluso, recién impreso en España por Anagrama.
Comenzó la lectura en pantalla
completa esa misma noche, refugiado en la complicidad del cuartico central que
ahora le servía de estudio, el mismo que durante años había empleado la hija de
su sangre y de sus sueños para las visitas de fin de semana. Pero la suerte o
su estrella, que según asevera Sancho vehemente son la misma cosa, lo había
acompañado una vez más.
Dos madrugadas después, al
terminar con la primera parte de aquella novela excesiva (consideraba por su
amigo “radiografía literaria de la estulticia occidental moderna que acompaña
la idea de progreso” y “monumento inacabado del realismo visceral en la amarga
época de las maquiladoras”), pudo hacerse con un ejemplar impreso, gracias a
los buenos oficios de un segundo amigo que le acompañó el obsequio salvador con
la promesa de facilitarle “todo Bolaño” tan pronto terminara con el libro
póstumo.
Amigos
iba a necesitar en el D.F., y buenos, pensó mientras se dejaba conducir por la
pausada esterilla eléctrica del aeropuerto internacional Benito Juárez de la
ciudad de México hacia las casillas de internación. Era un recorrido monótono,
que en algún momento previo él mismo había calificado como “el ruedo
infinito de la abulia viajera”, pero de cuya sosegada extensión disfrutaba
ahora, apoyado displicentemente en el asa de su equipaje de mano.
Observó el ir y venir de viajeros
en la terminal aérea y decidió que no aventuraría un solo paso para apresurar
el final del recorrido. Se tomaría un respiro para escrutar el ambiente, captar
alguna esencia de la nueva situación, descifrar las claves ocultas en
posiciones, gestos y miradas, antes de lanzar su humanidad hacia el acaecer
vertiginoso que adivinaba más allá del control de pasajeros, el chequeo de aduana,
la puerta de salida.
No era la primera vez que volaba al D. F., la
gran metrópoli de las tres culturas, el reino de la violencia, la contaminación
y el trabajo informal. Había estado allí en varias ocasiones anteriores. Por
eso no lo sorprendió la advertencia a los viajeros que resonaba metálica,
imperativa, en los altavoces: permanecer cerca de sus equipajes, no tomar taxis
que no fueran los del aeropuerto.
Pero nunca había permanecido en la
ciudad de Octavio por más de dos días. Siempre en alguna conexión demorada, de
paso hacia otro lugar, para realizar algún trabajo rápido. O de regreso, ya
exhausto y con ganas de volver a casa, de esas otras ciudades con industria y
alma propia que animaban su personal visión de México, un país picante, sentimental, rico en variaciones y consumiciones, al que desde niño
había aprendido a amar y aborrecer a partes iguales.
Monterrey, con sus duros perfiles
de acero y cemento anegados de dinero, droga fácil y fiestas caras hasta el
amanecer; Cancún, la rivera maya, su aura de mar y selva y casino y leyendas
ancestrales; la Guadalajara jalisciense, muralista, audiovisual y libresca, en un llano, con su tequila y sus mariachis y
el encanto duradero de las mujeres tapatías; y, por fin, México, en una montaña, con su Torre
Latinoamericana, su Ángel de la Independencia, su Museo de Bellas artes, sus niños de rasgos aborígenes
marcados que se lanzan sobre el parabrisas o hacen círculos de fuego en las
esquinas por el favor de una moneda, México D. F., su misterio por develar.
“…a través de la ventana trasera
vi una sombra en medio de la calle. En
esa sombra enmarcada por la ventana estrictamente rectangular del Impala, se
concentraba toda la tristeza del mundo.”
El
episodio, narrado por Bolaño, había
quedado clavado en su memoria como una revelación. Estaba casi al final de “Mexicanos perdidos
en México”, esa suerte de diario de un aspirante a escritor en 1975 que arma la
primera parte de Los detectives salvajes,
el libro que muchos críticos bien situados consideraban la más mexicana de las
novelas escritas en México. Lo continúo rumiando durante el trayecto hasta el
hotel y volvió a repasarlo mientras se retiraba el botones y él abría el equipaje, repartía sus pertenencias entre
el ropero y las gavetas, se servía una copa de vino.
alfonso Quijano bebió un
sorbo de Casillero del Diablo y cerró el manoseado ejemplar que leía desde la mañana sin
darse un respiro (impresión de Monte Ávila Editores, rotulado con destaque Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos
1999). Lo colocó
en la parte superior de la mesita de noche de su habitación en el segundo piso
del Hotel Majestic, con el marcador entre las páginas 124 y 125,
y abrió de par en par las puertas del balcón para sentir el aire de la
ciudad, fumarse un cigarro, contemplar a plenitud la impresionante vista
panorámica con que se anunciaba la presencia patrimonial del Zócalo de la capital azteca.
En la enormidad que se abría ante
sus ojos observó un grupo de trabajadores de a pie, todos cubiertos de
uniformes con
identificación en blanco y verde. Recogían sus enseres. algunas personas vestidas de traje y corbata, que supuso directivos, editores o
libreros,
conversaban entre ellos. Parecían haber terminado de acondicionar y revisar las
grandes carpas que en función de pabellones albergarían en las próximas
jornadas la peculiar Feria del Libro del Zócalo, de la cual le hablara un
tiempo atrás su exótica Editora. Las ciudades invitadas eran, en este octubre
cargado de augurios del año 2006, La Habana y Los Ángeles, razón por la cual él
estaba allí.
A pesar del frío nocturno
permaneció acodado en la baranda del balcón, contemplando la barroca Catedral
metropolitana donde José Martí contrajo nupcias con Carmen Zayas Bazán, según
había leído. Pensó en el destino de ese matrimonio, condenado desde su
nacimiento a padecer los tristes rigores de un final prematuro, y en el fértil
destino trágico
del apóstol, condenado, por su amor a Cuba, a imaginar en la
distancia del exilio el despertar de su hijo Ismaelillo.
De aquellos arrebatos románticos y
de estos excesos barrocos se había nutrido Martí, el literato, el héroe, el
profeta. Había tomado posesión del alma nueva en su raíz. Había expandido el
núcleo durable de la lengua española. Había inoculado en todas partes el germen
vital,
subversivo y mutante, del modernismo
latinoamericano; y en una guerra sin odios, rápida, necesaria, había liberado del imperio el idioma común para
trasmitir mejor su herencia y derrotar en toda la línea los adustos poderes
centenarios del colonialismo cultural ibérico.
Se dejaba viajar por la
historia,
mientras degustaba una copa de vino y expiraba hacia la noche el humo de un
segundo cigarro. Volvió a mirar a la plaza. Los trabajadores de verde y blanco
se habían marchado. Dos hombres de traje y corbata salían del área de las
grandes carpas y se dirigían a sus autos. La ciudad se recogía temprano,
acosada por la inseguridad y el frío ambiente.
Un grupo de carpas más bien pequeñas, situadas al
final y hacia la izquierda, en la esquina más alejada, mantenían
sus fuegos encendidos, lo que atrajo su atención. Por la ubicación y el tamaño no
parecían formar parte de la Feria. Una gran fogata ardía entre ellas. Picado
por la curiosidad se detuvo a examinar el comportamiento y atuendo de las
personas visibles en esa zona de la plaza. Era evidente su extracción popular.
También era obvio que no pensaban marcharse. Parecían cocinar algo. La
combinación de ambas datos le hizo sospechar
que se trataba de un plantón de algún grupo de gente muy pobre. Probablemente
hacían parte de los miles de manifestantes llegados al D.F. en los últimos
meses desde todo el país para protestar por los resultados públicos de las
elecciones presidenciales de junio.
Habían copado la ciudad hasta
hacerla intransitable. Habían permanecido durante varias semanas en las
primeras planas de los periódicos y en las pantallas de televisión de medio
mundo. Habían llamado la atención de millones de internautas indignados en las
redes de Internet. Pero no habían conseguido revertir el resultado. El gobierno
de los más fuertes había continuado siendo el gobierno de los más fuertes,
ratificados en
su (i)legalidad y en el
disfrute de sus ricas propiedades por el dudoso recuento de las urnas.
Allí estaban, hambrientos y
descalzos, los que nada tenían que perder, los más humildes, aferrados a su
terquedad histórica, en medio del frío, el cansancio y la indiferencia
creciente del país y del mundo. Una serie de rústicas pancartas los declaraban
dispuestos a seguir adelante, a soportar los rigores del clima, el rechazo de
las élites, la molicie de la clase media, y la embestida de la fuerza policial
si llegaba a producirse.
Todo ese sacrificio (apuntó en su moleskine
de
viaje) ya no tenía otro sentido
que sostener una imagen en la memoria, mantener viva la llama,
y recibir en el Zócalo, el lugar de las consagraciones, las marchas de
sus iguales: indígenas, campesinos, maestros, trabajadores y estudiantes de a
pie que avanzaban, en oleadas bien organizadas, desde las regiones más
distantes y abandonadas de los Estados Unidos Mexicanos, hacia la agazapada
ciudad de Cuauhtémoc, intentando hacer valer sus antiguos reclamos de tierra y
libertad.
Y allí estaba él, Alfonso Quijano,
bebiendo vino chileno, fumando cigarros cubanos, con una cámara japonesa
colgada al cuello, haciendo fotos del Zócalo en el México nocturno, desde su
estratégica habitación de hotel. Sentía desplazarse allá abajo el espectro de
esa sombra detenida en medio de la calle que Bolaño había captado en su libro
más famoso y especulaba con los contrastes de luz y sombra y el buen álbum que
obtendría para el nuevo sitio en la red de redes.
Nunca supo cómo ocurrió. Estaba a
punto de rendir su alma a la penumbra y dormir, tal vez soñar, vencido por el cansancio del viaje
y lo avanzado de la hora, cuando vio moverse sobre los adoquines de una calle
lateral la sombra de aquella sombra donde se concentraba toda la tristeza del
mundo, enmarcada por la pantalla estrictamente rectangular de la cámara digital
de alta resolución, y sin pensarlo dos veces apretó el obturador.
Un segundo después escuché sonar
el disparo. Me lancé de un salto hacia la habitación. El teléfono llamaba
insistente. Levanté el auricular. Escuché deletrear una palabra clave,
largamente recordada. Completé la juguetona contraseña mientras cerraba las puertas
del
balcón. En el otro extremo de la línea una mujer gritó mi nombre y dijo baja ya
muchacho. Agarré el libro de Bolaño.
Ya estaba en la acera cuando vi
encenderse las luces de un Ford y las luces de un Montero. Parecía una película
de ciencia-ficción. Mientras uno de los coches doblaba en la estrecha
bocacalle, el otro se acercó, como atraído por un imán o por la fatalidad, que
viene a ser lo mismo según escribe el chileno.
Escuché otra vez la voz de la mujer, ahora en directo. Me llamaban desde uno
de los coches. El Ford se detuvo tres metros antes de llegar. Vi la silueta de
un matón que bajaba del Montero. Sus acompañantes, sin bajarse, le gritaban que
rompiera una de las ventanas de cristal. ¿Por qué no acelera?, pensé.
El matón empezó a patear las
puertas. Vi alguien que avanzaba por la recepción del hotel hacia mí,
intentando que regresara. Vi las caras de los matones en el interior del
Montero. Uno de ellos fumaba un puro. Vi el rostro del chofer y sus manos que
se movían por el tablero de mandos del Ford. Vi la cara de su acompañante que
miraba impasible al matón, como si la cosa no fuera con él. Vi moverse los
labios de una mujer muy hermosa que gritaba mi nombre en el asiento trasero.
Supe que el vidrio no iba a resistir
otra patada y de un salto me vi junto al matón. Luego vi que el matón se
tambaleaba. Olía a alcohol, seguramente había estado celebrando algo. Vi mi
puño derecho, la cámara digital y el libro de Bolaño que se proyectaban en secuencia
sobre el rostro del matón y en esta ocasión lo
vi caer.
Sentí que me llamaban del hotel y
me volví. Empujé un poco el cuerpo que estaba a mis pies y vi el Ford que por
fin se movía. Vi salir a los otros dos matones del Montero y los vi dirigirse
hacia mí. Vi que la mujer me llamaba desde el interior del coche y que abría la
puerta. Supe que siempre había querido hacer algo así.
Entré y antes de que pudiera
cerrar el chofer aceleró de golpe. Oí un disparo y luego otro. Nos han
disparado, hijos de la chingada, dijo la mujer. Me volví, y a través de la
ventana trasera vi la sombra en medio de la calle. El espectro de aquella
sombra que concentraba toda la tristeza del mundo.
Entonces mordí con hambre infinita
los labios de esa mujer que hasta diez segundos antes solo conocía a través de
los contactos de una red de amigos en Internet, mientras el Ford daba un salto
y dejaba atrás la entrada del hotel, el Montero de los matones, la estrecha
calle Madero, doblaba con un giro violento a la derecha, y antes de que
terminara de besarla salía de la plaza del Zócalo y nos perdíamos en la jungla
asfaltada del D.F.
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