A este poema, como a mí, le han pasado
los años. Con ellos transcurrieron también los días de Historia y el
(des)medido apogeo de unos tiempos mecénicos. No mudó en relaciones ni
cenáculos el tono claro de su voz, ajeno a la (pre)tensión habitual de famas
hirientes y (confusas) esperanzas postergadas. Su naturaleza de cronopio —idealista, sensible, hecha a los
encuentros casuales—, prefiere ser el dibujo más allá del margen y
partir sin barreras a iluminar un mundo.
En la noche patria explora el alcance de
la sombra alrededor y en la blancura insoportable del alba desgrana destellos
danzantes. Acoge entre líneas un reproche —pues (solo) los dioses saben cuán
perdida está la tierra— y tensa el arco abierto a lo largo de la página.
Mide, marca y mueve las dimensiones del espacio (simbólico) en que se sitúan
las palabras, con la precisión y cautela de quien pone su vida en juego.
Yo sigo en la transparente humedad de su
mirada la trayectoria (im)prevista de las flechas, el lugar al que señalan esos
trazos intensos. Él sonríe en lo más íntimo —cálido o distante, según sugieran las
formas elegidas—, y esboza apenas
una imagen (propia) de su tiempo. Limpio, leve y libre, con un toque
sorpresivo, despliega la magia de su nobleza imantada en los límites de mi
horizonte humano, y se sienta desnudo a contemplar.
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