Fiel a su manía de partir,
el niño que fui me azota el costado.
Estoy ante el espejo y nadie entiende mi ahogo:
por qué recorro la casa, abro las ventanas
y el aire sigue detenido.
Duele mucho este silencio:
la leyenda de puertas tapiadas
que no dice nada de mí
y el tiempo paciente moviendo su garrote.
No puedo cortar el corazón y ponerlo en la sala
a que incite el hambre de los visitadores:
siempre el sol,
con sus figuras veloces sobre las lajas del patio,
trae a mis tardes reflejos
de la serena belleza
y la cruda eternidad del cambio.
Quiero arder en un final que parezca aventura
y despierte aquella voz de antaño,
cuando burlaba las vigilancias mejor establecidas.
Quemante, bueno y fiel a su manía de partir,
el niño que fui me mira,
dice adiós, azota gustoso mi costado.
Y las lajas del patio comienzan su largo incendio:
una curación más palpable que cualquier cicatriz.
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