El
invierno apaga los cielos de la Niña.
Pero yo
comienzo a descorrer su lámpara.
No tengo
otro prodigio que el puro deseo
—manos, ámenla, no tengo otro prodigio.
Más allá
de la tarde el piano deja en mí sus nostalgias.
Yo digo: Con el muro a la espalda
los cómplices van a morir. No llores. Acaso fíjate
qué música acerca las ciudades.
Pequeño
es el aro de la luz.
Pero yo
descorro la lámpara del ángel.
(...y la claridad de noviembre es
larga y limpia, escribe en un costado de la sábana. Luego se abraza las
rodillas y simula pensar en mí después de muchos años. En su costado de la
sábana ella escribe. Todo ocurre como la fiesta del silencio en las cabezas, y la claridad de noviembre es
larga y limpia, escribe...)
Luz que
amanece y duele,
no
hubiese creído este esplendor y su espejo.
Luz que
amanece y duele,
sé que la
voz y el tiempo me condenarán si escapa.
Digo:
Hágase la luz,
y la
claridad de noviembre es larga y limpia.
No lo
hubiese creído: que alguien develara así
el
misterio alimentado en otro juego.
Por Juana Liliam
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