En mi antigua fiereza y en mi larga
humildad, el otro fue siempre.
Y caminar sobre la hierba, llegar al
borde rugoso de la acera, mirar a la plaza —como un actor que ensaya su
representación ante el hemiciclo vacío: Yo soy otro, y gesticula sus miedos,
era un modo de hacer mi propia vida.
El otro fue siempre esa otredad que conoce y seduce y necesita sentir. Y yo mi aspiración, en ocasiones
incierta, de caminar sobre la hierba hasta el borde rugoso con que una acera se
abre al vacío.
Maneras de vivir contemplando el mundo
enrarecido por la libertad. Esencias que el tiempo vuelve a mostrar en una
dimensión distinta.
El otro está sentado en el lunetario
rojo —tercera fila, tercera butaca, sección izquierda— y observa mi
representación con una sonrisa de ángel triste en sus ojos miopes.
Desde esa mirada que escruta en lo
oscuro y propone saltar, habitó el alcance de mis días. Y ahora espera que yo
diga lo que quisimos ser, que recuerde con un gesto que mi vida es también
otra, la suya.
Vivida con la aspiración y el miedo de
un actor que camina hasta el borde del proscenio y escucha llegar del vacío las
más fieras preguntas.
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