Para qué te sostiene.
Para qué se desgasta inútilmente
mi psiquis
—que alguien menos triste llamaría sin eufemismos
mi alma—
en vitalidades carentes de provecho.
Para qué me infarto.
Para qué retorno en paz a ese futuro
anulado antes de ser
—los libros, los nietos, los caminos—
con giros y palabras
que igual pronunciaría en el más árido
desierto.
Por más estoicas que sean sus
previsiones
nada significan en tu argot
los amables gestos —incomprendidos
siempre—
que mi ánimo intenta proponer.
Carente de emoción está tu vida, seca.
Desolada y fría está tu especie,
recelosa del bien.
Como el arroz marchito antes del sol de
su cosecha.
Como los capiteles muertos tras el paso
de los siglos.
Así es mi miedo a perder por inacción
—o por ausencia elemental de forma y de sentido—
lo que siempre supe definir: lo más
amado.
Así es el nervio de mi entrega.
Pero pasan los días y las noches
y otra vez los días marcados de la
fiesta
sin que mi voz te encuentre preparada.
Para qué te sostiene, me pregunto, para
qué.
Si la ciudad se expande y canta y me
seduce.
Para qué se desgasta, inútilmente,
mi alma lamentable.
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