Sentados junto a una
vieja cruz de madera cuatro pescadores miran al mar. Aguas lejanas y muertas, un hombre solo por las calles. Son imágenes que
preciso, los últimos lugares donde estuvo su mirada de testigos. En sus palabras y en
el relato de otros protagonistas, recuerdan los miedos de aquel año. El dolor de tres mil rostros perdidos en su memoria de niños. Los cayos barridos
por las olas, la ciudad apagada. Luego llega la luna y tensa los cordeles sobre el tranquilo
mar del sur. Hasta la claridad del día siguiente.
Habrá otro
silencio en la poca arena de las costas, han dicho mirándome a la cara. Con el tono de las
cosas inevitables. Es la memoria de la sal en el aire de la noche, el color del viento en sus brazos desnudos. Yo respiro en ese lenguaje de pescadores la temporalidad manifiesta
de mis veintiséis años. Espero con la mano en la cruz una voz que magie mi nombre y mis ojos de tigre. Por ella atravesé el
país y vine a esta playa. Después regreso por un camino
de piedras a mi habitación de hombre de paso en la leyenda. Y veo cómo se apagan
sin amor las casas a lo lejos.
Hay un cuerpo
en la cruz, unas calles en penumbra, un hechizo que muere entre las aguas. Una línea de
sombras donde se corta el horizonte. Me dejo ir en la avalancha de vacío que ayer anunciaron los pescadores. Y entro al letargo de rituales detenidos en una rajadura del tiempo. Ciudad sumergida entre el recelo y la rutina donde se pierde una mujer de belleza insospechada. Nadie puede sin
cambiar retener de verdad sus mitos. Esas lunas de la memoria de los niños se hunden para
siempre bajo este cielo nublado. Desde el mar avanza en ras la marea deslumbrante.
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ResponderEliminarPrecioso relato, Edel. Como dice de la mujer, son palabras "de belleza insospechada".
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