Miraba el mar
cayendo de lejos en el muro: el enorme azul de un horizonte libre de mis límites, los barcos anclados entre
manchas de aceite, y en el nailon (quemante) del pescador los ojos de un pez tensándose.
Miraba más
allá de mis piernas: las luces prometían un raro efecto de gente
sin distancia y en esa claridad del mundo, en esa gloria de corales, en esos seres que pasaban junto al
agua, vi los ojos de un pez tensándose.
Seducido por
el universo caótico que moldeaba mi voz y ajustaba su estilo en los territorios de la vida nueva, busqué el placer de un pensamiento en lo hondo: el sentido (oculto) de
las cosas que también fluía en los ojos de un pez tensándose.
Para encontrar
la lucidez cazaba erizamientos, reflejos textuales del instante
(desplazándose) en un mundo que escapaba sin saber adónde: la belleza dilatada del soplo de
duración, el centelleo interior que animaba en los ojos de un pez tensándose.
Miraba esa galería extendida en el cielo largo de la costa, la intensidad manifiesta en sus latidos, la traslación pública del sentimiento, la plenitud que subía (iluminada) desde el fondo y buscaba una clave: la permanencia o
fijeza del goce que se hacía visible en los ojos de un pez
tensándose.
Miraba el mar
desde mi piso y me iba (libre-mente) a la línea imaginaria de un horizonte abierto a todas las
preguntas: entraba en las marismas, en las manchas de aceite, en los barcos
anclados, en las historias secretas que se contaban junto al muro, y siempre fue posible avanzar hacia el azul, sentir (muy dentro) los ojos de un pez tensándose.
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