Es por la felicidad que escribo estas cosas.
Los discos, el ocaso, las monedas, la espera
interminable bajo la sombra apacible de los
árboles.
La silueta, ligeramente inclinada y sola,
de una muchacha hermosa que todas las tardes
a las seis,
tiende su ropa del día en los balcones
blancos.
El silencio de las balsas que salen al mar
y los pasajeros sin voz, cada vez más lejos
de la costa
que habitaron, agitando sus manos en el agua.
Es por la felicidad de unas noches aún
lejanas.
Como esos pescadores que en el interior de
sus botes
recogen el nailon y lo lanzan y ven pasar la
luna
sin agotarse nunca —con la misma estudiada
paciencia—
miro pasar la historia bajo la sombra
apacible
de los árboles, y escribo estas levedades.
La profundidad del azul en el ojo del pez
me ofrece los mejores motivos.
No la fuerza con que el viento arrastra
cuando penetra en las ciudades del Golfo.
No el movimiento de las batallas que
enrojecen el cielo,
haciendo
más visible el sentido trascendente de las palabras.
Escribo
estas levedades para noches aún lejanas.
Para la
felicidad de sorprenderme un instante
—dentro
de mil o cincuenta años—
mirando
una silueta inclinada en los balcones blancos,
mientras
el ocaso, las monedas, los discos
giran su
espera interminable en el aire del mar.
Distinto en dolor a las balsas que parten
y a esos pasajeros que en el
silencio agitan sus manos,
intentando
vanamente retener una costa
que ya para siempre se aleja.
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