Vuelves a estar en los pisos
húmedos de la casa lejana
de donde en verdad nunca has
partido.
En su florescencia de marzo
los altos mangos iban también en
esos viajes,
picoteaban las aves tu café de
las seis en el patio de lajas,
era la sonrisa de tu hermana lo
que iluminaba las postales
y recogía en los espejos el humo
del padre,
los silencios de la madre, la
ausencia de Miguel.
Todo iba contigo por el mundo.
Todas las cosas simples
donde aprendiste a encontrar tu
nombre.
Todo iba contigo en esos viajes.
Vuelves a estar luego de veinte
años en los pisos húmedos
de Masó 151, que no es avenida al mar sino calle que termina
en el agrio movimiento de las
vegas de tabaco.
Todo lo que en este tiempo has
visto
era hermoso y extraño: los
distintos lenguajes de los hombres,
el gozo de tocar las nubes y
vivir la paz del cielo,
los cuerpos que se ofrecían
gustosos y sueltos
en las escaleras de los night clubs.
Todo se te oculta frente a la claridad de
este instante.
Vuelves a estar en el tono azul de los cuadros de familia
y ya sabes qué significa partir,
qué te esperaba más allá de las fantasías de
neón,
qué encontrarás en las próximas ciudades.
Toda esa belleza extraña y ajena, toda esa
sabiduría
y la iluminación que pudiste gozar en los
sitios lejanos
entraba en ti para que reconocieras la
humedad de estos pisos.
Pero no culpes al mundo por eso: sin el placer y el dolor
que en tus manos pusieron estos largos veinte
años
nada hubiese sido claramente tuyo,
nunca
hubieses podido decir: por encima de todas las cosas
el tono azul de los cuadros de familia,
la florescencia de marzo sobre las aves del
patio.
Todo se te oculta frente a la claridad de
este instante.
Y, aun así, vuelves a estar de espaldas a la
puerta,
vuelves a escuchar tu adiós en los pisos
húmedos,
vuelves a buscar en nuevos viajes esta casa
lejana
de donde en verdad nunca has partido.
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