Era hija de un eminente y honorable
cirujano
de una isla del Caribe.
Trabajaba
en un gran hospital. Llevaba ropas sencillas.
Los
zapatos blancos, humildes y muy limpios.
Las manos
finas, habituadas al bisturí.
Por las
noches, ya lejos del salón de operaciones,
cuando
sentía un enorme deseo
por una
joya más o menos fina,
una joya
para lucir en las pocas noches de fiesta,
o si
detrás de una vidriera había visto y codiciado
un
hermoso vestido azul,
su
sonrisa por treinta míseros dólares prostituía.
Me
pregunto si, en sus años de bonanza,
tuvo la
fidelísima Habana una joya de mayor belleza,
una
muchacha más adorable que ella —que
terminó tan mal:
desde
luego nadie hizo ni su estatua ni su retrato;
confinada
en la frialdad de un gran hospital
muy
pronto las duras jornadas
y esa vil
crápula nocturna la llevaron a la destrucción.
Imitación de Kavafis
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