En los años de la crisis iniciamos largas conversaciones
por teléfono. Cada noche discaba un número de otro municipio —que para nosotros
era oscuramente otra distante ciudad, otra aduana infranqueable, el otro
extremo del mundo. Discaba a medianoche la señal esperada: dos veces el timbre,
y luego volvía a discar. En el otro extremo del mundo ella permanecía desnuda.
Nada fue comparable entonces —tampoco después— a la plenitud que su voz
trasmitía al decir: Hola.
Escribo sin pretender novedad —como se escribe al regreso
del límite— las palabras de un contexto que asumí fielmente. Ella dictó estos
diálogos, estas voces habituales: El cubrecama de raso está sobre el piso, por
la frialdad, y yo estoy de espaldas sobre el cubrecama. Tu voz está sobre mi
cuerpo —le hace bien a mi cuerpo la claridad de tu voz en la penumbra de estos
años.
Muchas veces disqué ese número capturado al azar. Una
noche, el timbre en la casa distante la trajo hasta mi puerta. En el otro
extremo del mundo ella escuchaba una canción: sentí el arpegio de la cuerda en
la boca del teléfono y entramos juntos a la sala de conciertos.
Puntualmente a las doce vivimos esos años las vidas
posibles de La Habana: ahora un cine, después un café, más tarde un paseo junto
al mar. Era nuestra ficción de La Habana una ciudad más palpable que la ciudad
apagada, física, real.
Nunca la vi fuera de aquellos diálogos, nunca lo
intentamos. Cortada la ciudad en pedazos distantes, sorprendidos también
nosotros por la niebla de la crisis, quisimos salvar el sentido de esas vidas:
la intensidad o el relato o la imagen o el deseo de una voz capturada por azar
en las líneas telefónicas de una ciudad fantasma.
#EM #LaLibertadInfinita #Poesía
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