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ozó el teclado del ordenador. En la pantalla los
caracteres aparecieron húmedos, vertiginosos, precisos:
—Pura
técnica, puro conocimiento, Book Antiqua en doce puntos, nada espiritual.
Necesitaba
más, para hacer perdurable en el papel impreso y en las conversaciones del Lector
el inicio de su relato:
—Necesitaba
más.
Tecleó y el
rostro volvió a la pantalla. Sicodélica, sicalíptica, siempreviva, Ka bebía
una cerveza. Una mancha de creyón rosa —en el borde de la copa—extendía su desnudez
sobre la transparencia del cristal:
—La huella
de los labios de Ka —advirtió el Autor, y antes de besarla bebió también un sorbo.
Fue hasta la
barra del pequeño bar y trajo nuevas cervezas, ella lo esperaba. Escribió el
diálogo posible:
—La próxima
vez será inevitable.
—¿La próxima
vez?
—No ahora,
no aquí. La próxima vez que te vuelva a encontrar.
Necesitaba
más. Por ejemplo, penetrar hasta el fondo de sus ojos grises. Recordaría
aquella mancha en el cristal, el estruendo de la crisis, la adaptación a las
nuevas circunstancias. Juventud, divino
tesoro, recordaría todo en un tiempo de bolero. Un lento continuum verbal del espíritu latino
—carnal, musical y nostálgico— donde también se mostrara el proceso: los
arreglos consumados en el tiempo para mejor ajustarse a las transiciones de una
edad que somete a crítica las partes, hasta cuestionar el centro de ese irrecusable:
Todo, que pronuncia en un susurro, casi al borde del abismo, cuando teclea una
mirada de antojo en sus benditos ojos grises y la ve llegar, sonreír,
ofrecerse.
Vuelve a
explorar los íconos dispersos en el escritorio, los ordena según su nombre y abre
otra ventana. Desde el mar de invierno avanza impetuosa una tormenta. El aire
llega en rachas cargadas de salitre y humedad, pega con fuerza en las paredes y
sobre el cristal reforzado. Cámara en mano, observa el espectáculo de fábula
que se muestra ante sus ojos. En una secuencia milimétrica, las olas estallan
contra los arrecifes bajos de la costa, saltan sobre el muro de concreto
fundido que se extiende por varios kilómetros a lo largo del litoral, y avanzan
hacia el asfalto, los monumentos públicos, la yerba recortada de los jardines,
ocupando todo con su danza frenética de libertades y deseos líquidos.
Aprieta el
obturador una y otra vez y percibe el misterio, la fuerza, que penetra cada vez
más en la ciudad, se impregna en las calles, alcanza la habitación en
penumbras: Registra ese impulso vital, que sacude sus aletargadas neuronas, y
en la densa frialdad del alba lo piensa, lo recrea, lo deconstruye, lo instala
firmemente en sus ojos.
Hasta que
siente llegar el estremecimiento, el roce de los dedos en el teclado, y las
mismas manos de acariciarla dibujan sobre la página en blanco el rostro
fabulado de Ka: La alteración necesaria, el
perfil definitivo del Personaje con que excita sus sentidos y vuelve a la
pantalla del ordenador. [1]
La besaría
temblorosamente mientras miraba a través de la ventana lateral un lumínico rojo
que se destacaba en la noche: Revolución
es construir. Entonces le diría que la había amado siempre y le diría más:
Te amaré hasta el fin, o algo así, emocional, intenso, bíblico; y seguiría sintiendo lo que sentí, y vería
su pelo desparramado en la almohada, y la sonrisa de ella, y los senos, y los
ojos, abiertos pero cerrados, de los que le goteaba un brillo. Podía
sentirlo, aquel era un buen cuento. Fluía con la inocencia y el deslumbramiento
del primer amor. Duraba. [2]
Era el tipo
de historia que su Lector gemelo buscaba con nostalgia entre los libreros de
viejo, lejos del oropel y la arrogancia de las grandes superficies donde se exhibían
a todo relieve las novedades literarias mejor cotizadas de una época cómoda, en
esencia decadente. Ensayaría algo así, ambientado en un escenario distinto,
moviéndose en los intersticios de un presente duro, caótico, palpitante, a
medio camino entre lo virtual y lo real, hasta hacer confluir los signos
decisivos del pasado y del futuro. Asumiría el riesgo de soñar, aunque
ficciones tan conmovedoras ya no se escribieran, no se publicaran, o no se
vendieran con la fanfarria del éxito, propia de la nueva carnavalización de
capitales que había acabado por copar los espacios alguna vez sagrados del arte.
Sería para
ella el muchacho que encuentra a la muchacha, el ideal que la provincia
exporta con gusto a la ciudad, un actor que sueña, un personaje más con un
mundo distinto. Eso era, un personaje más. Podía pensarlo y podía
escribirlo: En la pantalla, en el papel, en las paredes.
O podía
mostrar, simplemente, los hechos dispersos, específicos, que durante estos años
de duras transformaciones habían instalado a Ka en su vida, mezclándolo todo, tal como lo encontraba en
la memoria, y seguir así, épico y dramático, sin pausas ni énfasis, dándole
el mismo valor a una cosa que a otra, atendiendo
solo a los ritmos incontrolables del recuerdo, hasta convertir la historia
en mito, en caos, en relato. Estaba
allí para contar la historia, el relato de esa historia vivida por muchos, y hacer que el relato hablase por él,
que fuera la representación de su voz tantas veces diferida y simbolizara en el
espacio público sus más íntimas aspiraciones personales.[3]
O a la
manera de los cuenteros y poetas campesinos escuchados en las noches y domingos
de su infancia, intentaría atrapar las palabras en el aire y con ese aliento
denso en la mano, dibujar el soplo misterioso del instante para comunicar desde
allí su propia naturaleza. No impostaría nada. No se extendería en razones y
explicaciones que a la postre resultaban superfluas. Consolidada una buena posición
entre las rocas, contaría la singularidad de una experiencia profundamente individual
y lanzaría desde allí, desde esa última playa posible, una botella al mar de
las otras experiencias del Lector.[4]
Sin guía,
sin brújula, sin mapa del sitio, sin perfilar un derrotero preciso, entraría a
cuerpo descubierto en el torbellino letal del suceso, en la curvatura de la
historia, y haría de la narración del suceso vivido el mítico relato de una
ilusión —desnuda, convulsa, fragmentada—, en una apuesta feroz de la pasión y la
narratividad del caos contra la desesperanza ordenada, lineal, de la historia.
Pero tal
como estaban las cosas sería mejor acomodar el argumento en un bar: Con aire cosmopolita, lucecitas tenues,
efluvios de narcóticos, patrimonios en juego y beldades que se mueven por
doquier. Ka en sitio discreto, con su vodka en jugo de naranjas a la mano,
ella también a la espera de que caiga un rico mercader venido de lejanas tierras:
Necesitaba dinero, y hay dinero en el
mundo como vapor de agua en la atmósfera. Lo importante era saber desprenderse del calor —humano—, alcanzar la temperatura necesaria para que se condense sobre uno en
gotas doradas que fluyan a tus arcas en continuos chorros, como los caracteres
al teclado, y hacerlo fácil: Con cierta elegancia, sin derramar nunca la copa,
todo natural.[5]
Era un modo
interesante y por demás ventajoso de presentar otra apariencia de las cosas,
incluso podía resultar placentero. Entrar al salón, mostrar su arte, desenfundar
su discurso de las armas y las letras, apreciar el frío de los años en los
rostros mudados, sonreír cuando querría matar, hacer su personal pronóstico del
nivel de humedad en la atmósfera, calcular intereses, probabilidades, y vender
su producto al mejor postor: Hará correr el dinero.
Amaba a Ka.
Soñaba la sustancia sicodélica, sicalíptica, siempreviva de su alma
escurridiza. Gozaba en silencio la música de su voz argentina, las diversas
perspectivas que podían ofrecer sus largas piernas desnudas, reclinándose en la
ventana abierta. Imaginaba sus poses de modelo, sus movimientos de artista en
la pantalla del ordenador. Admiraba esa energía y ese estilo suyo: Tan
peculiar, para sobrevivir sin traumas en el interior de un mundo despiadado,
digital, uniforme. Le gustaba mucho.
Así que
haría lo que tuviese que hacer para fijar su presencia en la página en blanco,
en las conversaciones del Lector, en los eventos de narrativa, y echaría a
rodar de una vez sus benditos ojos grises por el mundo, hasta llevarlos a esas
colecciones de novelas de altas tiradas que —como pan caliente— se vendían en
librerías del país y en otras latitudes.
Un amor, una
vida que contar, dictó al teclado.
Ka era un
personaje a la medida, un arquetipo o una excepción para
pensar la realidad, imaginar escenarios posibles, salir los sábados, que la
gente comentara: Es Ka, mírala bailar; un personaje contradictorio, intenso,
doble, más duradero y mucho más palpable que la verdadera Ka: inteligente, limpia,
lindísima, que bailaba en la sala, le sonreía irónica, murmuraba provocativa:
Escritorzuelo, y lo besaba a intervalos en la realidad brumosa del sábado.
Las ventanas
abiertas durante la noche mostraban distintas versiones del relato:
la primera:
Una historia
de amor sencilla, fácil, bien manipulada, que recordaba los teleplays de las tardes de sábado, su
discurso lineal, salpicado de anécdotas triviales, pero funcional en su
inmediatez, y que quizá sirviera para eso: entretener, enseñar algo, ayudar a
pasar el tiempo;
la segunda:
Una historia
de amor sin demasiadas complejidades técnicas, ajena a las disquisiciones
conceptuales sobre el sexo de los ángeles —tan de moda entre sus colegas en un
pasado todavía reciente—, pero que se atenía con rigor a las reglas de oro de
las narrativas del nuevo siglo;
la tercera:
...una historia que el Autor escribe a mano, con
una pluma de ganso adquirida —souvenir de dos rublos— en la Casa Museo Alexander Pushkin, robándole tiempo a la vida,
fumando a ratos, bebiendo cualquier cosa, solo.
Un relato que no quiere ser ni parecer literatura
sino la historia de una entrega real, pues el Autor escribe para que el
Personaje lo admire: miente, inventa, sueña su historia y la vive para que el Personaje lo
admire, y nos obliga a entrar y permanecer
en línea con su ordenador (en ese mundo de impulsos eléctricos imaginado por él
de cabo a rabo) solo para que el Personaje lo admire: Querido Lector, ella
me amará si escribo una historia de amor que la conmueva, ayúdame a tocar su
corazón.
La novela se construye en un escenario virtual (que
se nos muestra casi como una secuencia de perplejidades) para situar el texto
en...
Esa
perplejidad frente a la pantalla vacía era una prueba de cuán involucrados
estaban: el Autor en el suceso real y el suceso real en la escritura del relato.
Movió el mouse sobre la superficie
pulida y preguntándose cuánto de perdurable tendría esta Historia de Ka, abrió una nueva ventana. Necesitaba más: Acceder a
su memoria, por ejemplo.
En el suceso
real habían dicho:
—No voy a
insistir.
—¿La próxima
vez?
—Será
inevitable. O dicho con un toque de vampirismo: la próxima vez que te vuelva a
encontrar será inevitable que te muerda el cuello.
—Uyuyuy, qué
miedo. Fue mi disfraz en el último baile de máscaras, perdí los colmillos y no
recuerdo en qué cuello los dejé. Uyuyuy, qué miedo.
Estaban en
la puerta de la habitación, iba a entrar:
—Será una
fiesta, una auténtica fiesta.
Iba a
entrar:
—Ven
adentro, ven ya.
Sí, iba a
entrar:
—Una hora, y
una auténtica fiesta.
Sí,
bastaría:
—Una hora.
Tres mil
seiscientos inagotables segundos en aquella habitación:
—Superconfortable.
Bastaría, sí. Iba a entrar, pero
rozó las
mejillas de Ka
y sostuvo su mano un instante cerca del rostro: Perfecto,
largamente deseado. La movió por todo el cuello, sin prisa, absorbiendo paso a
paso el perfume de la piel recién lavada, hasta encontrar el nacimiento del
pelo: Caos incitante, sitio del desorden
todavía húmedo. La besó en la frente y reiteró:
—La próxima
vez será inevitable.
Se obligó a
beber los restos de cerveza directamente de la botella. La cerveza amarga y el
humo del cigarro le devolvieron una frase abandonada en algún lugar del
escritorio: Un byte de adolescencia,
leyó. La frialdad de la máquina y la blancura insoportable del alba resbalaban
en la pantalla. Tecleó, tal como llegaban las palabras, el inicio del relato:
[1] La formación
del autor, su estilo y el ser humano que somos, le deben mucho al lector que
fuimos antes: Agradecido como un perro.
Entre afinidades, contradicciones y superaciones nos deslizamos hacia nuestra
propia manera de construir el mundo. Y en una época signada por la
interrelación, trasgresión o mutación de identidades, soportes y géneros
(literarios o no) y de intertextualidades manifiestas, satisface rendir explícito
homenaje a esos autores que nos influyeron y apreciamos de manera particular.
Esa razón decisiva hace que tecleemos con desenfado en la pantalla imágenes
suyas e incluyamos en nota al pie la amable petición de que liberes este libro
en un sitio público: Hasta que encuentre a su destinatario ideal, si no has
reconocido al menos tres de esas referencias intercaladas en el texto.
[2] En No le digas que la quieres, Senel Paz narra una historia de
amor que siempre vuelve a ser conmovedora. En ese y otros cuentos, escritos
alrededor de 1980 (que el Autor y el Lector siguieron con devoción de
adolescentes), el personaje de David sintetiza las aspiraciones, los conflictos
y la evolución individual y pública de una sensibilidad que alcanza en El lobo, el bosque y el hombre nuevo su
punto de definición. Que esos cuentos nunca fueran reunidos en libro nos priva
de una continuidad reveladora, apreciable en la saga construida a través de
tres películas cuyos guiones pertenecen a Paz: Una novia para David, Adorables
mentiras y Fresa y chocolate.
[3] Las lecturas
realizadas de Las iniciales de la tierra sacudieron
con fuerza telúrica nuestra primera juventud. En esa novela, Jesús Díaz lanza
de lleno a su protagonista en el núcleo de perturbaciones fuertes que es la confluencia
de las ambiciones personales y la participación en la Historia. Para ello lo
empuja a participar en los hechos más relevantes del proceso revolucionario cubano
hasta 1970. Intención, esfuerzo y resultados que pueden ser loables pero resultan
casi siempre mal entendidos o casi nunca son asumidos en su difícil plenitud.
Tal vez por eso, aquí y ahora, estamos más interesados en explorar los
misterios de la singularidad desnuda, ese punto que hace infinita la curvatura
del espacio-tiempo sin rodearse jamás de un agujero negro.
[4] Botella
al mar/// Un libro/ es una botella al mar./ Yo quiero/ que los
míos/ vayan/ a las manos/ rotas/ de los/ náufragos. Samuel Feijóo. El pan del bobo.
[5] Los personajes
de la narrativa cubana que más hemos conocido a partir de 1990 son seres
situados en algún tipo de marginalidad, vapuleados por la circunstancia o imponiéndose
a ella, sumergidos en un submundo que se desentiende de los otros y los impele
a sobrevivir a cualquier precio. La incertidumbre de lo real y la enormidad del
desafío al cual se enfrentan la sociedad y sus ciudadanos se expresan en lo
artístico a través de una mirada irreverente, dolorosa, sutil, éticamente
explosiva, donde gana terreno el conflicto de un individuo que no se propone
ser modélico ni representativo, sino escapar
mediante la desviación de la norma pública, afirmando a cualquier precio su
éxito personal. Esa nueva conflictividad se plantea desde la ficción con
subterfugios diversos, en un amplio comercio con tendencias y maneras prevalecientes
en otras literaturas, muchas veces mediante una lógica mercadocéntrica: la obtención
del dinero y los objetos que este permite acumular, pero también en ocasiones
con ganancias significativas para la literatura como lenguaje. Livadia, de José Manuel Prieto, sintetiza
bien el peso abrumador de la caída de un modelo y los extremos en la
reconversión de valores característica de ese período de crisis.
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