domingo, 21 de agosto de 2016

Un byte de adolescencia - Edel Morales - Novela - Capítulo 1 -

(Que te vuelva a encontrar. Primera temporada)
https://www.facebook.com/moralesedel/
  




  
1


R
ozó el teclado del ordenador. En la pantalla los caracteres aparecieron húmedos, vertiginosos, precisos:
—Pura técnica, puro conocimiento, Book Antiqua en doce puntos, nada espiritual.
Necesitaba más, para hacer perdurable en el papel impreso y en las conversaciones del Lector el inicio de su relato:
—Necesitaba más.
Tecleó y el rostro volvió a la pantalla. Sicodélica, sicalíptica, siempre­viva, Ka bebía una cerveza. Una mancha de creyón rosa —en el borde de la copa—extendía su desnudez sobre la transparencia del cristal:
—La huella de los labios de Ka —advirtió el Autor, y antes de besarla bebió también un sorbo.
Fue hasta la barra del pequeño bar y trajo nuevas cervezas, ella lo espe­raba. Escribió el diálogo posible:
—La próxima vez será inevitable.
—¿La próxima vez?
—No ahora, no aquí. La próxima vez que te vuelva a encontrar.
Necesitaba más. Por ejemplo, penetrar hasta el fondo de sus ojos grises. Recordaría aquella mancha en el cristal, el estruendo de la crisis, la adaptación a las nuevas circunstancias. Juventud, divino tesoro, recordaría todo en un tiempo de bolero. Un lento continuum verbal del espíritu latino —carnal, musi­cal y nostálgico— donde también se mostrara el proceso: los arreglos consumados en el tiempo para mejor ajustarse a las transiciones de una edad que somete a crítica las partes, hasta cuestionar el centro de ese irrecusable: Todo, que pro­nuncia en un susurro, casi al borde del abismo, cuando teclea una mirada de antojo en sus benditos ojos grises y la ve llegar, sonreír, ofrecerse.
Vuelve a explorar los íconos dispersos en el escritorio, los ordena según su nombre y abre otra ventana. Desde el mar de invierno avanza impetuosa una tormenta. El aire llega en rachas cargadas de salitre y humedad, pega con fuerza en las paredes y sobre el cristal reforzado. Cámara en mano, observa el espectáculo de fábula que se muestra ante sus ojos. En una secuencia milimétrica, las olas estallan contra los arrecifes bajos de la costa, saltan sobre el muro de concreto fundido que se extiende por varios kilómetros a lo largo del litoral, y avanzan hacia el asfalto, los monumentos públicos, la yerba recortada de los jardines, ocupando todo con su danza frenética de libertades y deseos líquidos.
Aprieta el obturador una y otra vez y percibe el misterio, la fuerza, que penetra cada vez más en la ciudad, se impregna en las calles, alcanza la habitación en penumbras: Registra ese impulso vital, que sacude sus aletargadas neuronas, y en la densa frialdad del alba lo piensa, lo recrea, lo deconstruye, lo instala firmemente en sus ojos.
Hasta que siente lle­gar el estremecimiento, el roce de los dedos en el teclado, y las mismas manos de acariciarla dibujan sobre la página en blanco el rostro fabulado de Ka: La alteración necesaria, el perfil definitivo del Personaje con que excita sus senti­dos y vuelve a la pantalla del ordenador. [1]  
La besaría temblorosamente mientras miraba a través de la ventana lateral un lumínico rojo que se destacaba en la noche: Revolución es construir. Entonces le diría que la había amado siempre y le diría más: Te amaré hasta el fin, o algo así, emocional, intenso, bíblico; y seguiría sintiendo lo que sentí, y vería su pelo desparramado en la almohada, y la sonrisa de ella, y los senos, y los ojos, abiertos pero cerrados, de los que le goteaba un brillo. Podía sentirlo, aquel era un buen cuento. Fluía con la inocencia y el deslumbramiento del primer amor. Duraba. [2]
Era el tipo de historia que su Lector gemelo buscaba con nostalgia entre los libreros de viejo, lejos del oropel y la arrogancia de las grandes superficies donde se exhibían a todo relieve las novedades literarias mejor cotizadas de una época cómoda, en esencia decadente. Ensayaría algo así, ambientado en un escenario distinto, moviéndose en los intersticios de un presente duro, caótico, palpitante, a medio camino entre lo virtual y lo real, hasta hacer confluir los signos decisivos del pasado y del futuro. Asumiría el riesgo de soñar, aunque ficciones tan conmovedoras ya no se escribieran, no se publicaran, o no se vendieran con la fanfarria del éxito, propia de la nueva carnavalización de capitales que había acabado por copar los espacios alguna vez sagrados del arte.
Sería para ella el mu­chacho que encuentra a la muchacha, el ideal que la provincia exporta con gusto a la ciudad, un actor que sueña, un personaje más con un mundo dis­tinto. Eso era, un personaje más. Podía pensarlo y podía escribirlo: En la pan­talla, en el papel, en las paredes.
O podía mostrar, simplemente, los hechos dispersos, específicos, que durante estos años de duras transformaciones habían instalado a Ka en su vida, mezclándolo todo, tal como lo encontraba en la memoria, y seguir así, épico y dramático, sin pausas ni énfasis, dándole el mismo valor a una cosa que a otra, atendiendo solo a los ritmos incontrolables del recuerdo, hasta convertir la historia en mito, en caos, en relato. Estaba allí para contar la historia, el relato de esa historia vivida por muchos, y hacer que el relato hablase por él, que fuera la representación de su voz tantas veces diferida y simbolizara en el espacio público sus más íntimas aspiraciones personales.[3]
O a la manera de los cuenteros y poetas campesinos escuchados en las noches y domingos de su infancia, intentaría atrapar las palabras en el aire y con ese aliento denso en la mano, dibujar el soplo misterioso del instante para comunicar desde allí su propia naturaleza. No impostaría nada. No se extendería en razones y explicaciones que a la postre resultaban superfluas. Consolidada una buena posición entre las rocas, contaría la singularidad de una experiencia profundamente individual y lanzaría desde allí, desde esa última playa posible, una botella al mar de las otras experiencias del Lector.[4]
Sin guía, sin brújula, sin mapa del sitio, sin perfilar un derrotero preciso, entraría a cuerpo descubierto en el torbellino letal del suceso, en la curvatura de la historia, y haría de la narración del suceso vivido el mítico relato de una ilusión —desnuda, convulsa, fragmentada—, en una apuesta feroz de la pasión y la narratividad del caos contra la desesperanza ordenada, lineal, de la historia.
Pero tal como estaban las cosas sería mejor acomodar el argumento en un bar: Con aire cosmopolita, lucecitas tenues, efluvios de narcóticos, pa­trimonios en juego y beldades que se mueven por doquier. Ka en sitio dis­creto, con su vodka en jugo de naranjas a la mano, ella también a la espera de que caiga un rico mercader venido de lejanas tierras: Necesitaba dinero, y hay dinero en el mundo como vapor de agua en la atmósfera. Lo importante era saber despren­derse del calor humano, alcanzar la temperatura necesaria para que se condense sobre uno en gotas doradas que fluyan a tus arcas en continuos chorros, como los caracteres al teclado, y hacerlo fácil: Con cierta elegancia, sin derramar nunca la copa, todo natural.[5]
Era un modo interesante y por demás ventajoso de presentar otra apariencia de las cosas, incluso podía resultar placentero. Entrar al salón, mostrar su arte, desenfundar su discurso de las armas y las letras, apreciar el frío de los años en los rostros mudados, sonreír cuando querría matar, hacer su personal pronóstico del nivel de hume­dad en la atmósfera, calcular intereses, probabilidades, y vender su producto al mejor postor: Hará correr el dinero.
Amaba a Ka. Soñaba la sustancia sicodélica, sicalíptica, siempreviva de su alma escurridiza. Gozaba en silencio la música de su voz argentina, las diversas perspectivas que podían ofrecer sus largas piernas desnudas, reclinándose en la ventana abierta. Imaginaba sus poses de modelo, sus movimientos de artista en la pantalla del ordenador. Admiraba esa energía y ese estilo suyo: Tan peculiar, para sobrevivir sin traumas en el interior de un mundo despiadado, digital, uniforme. Le gustaba mucho.
Así que haría lo que tuviese que hacer para fijar su presencia en la página en blanco, en las conver­saciones del Lector, en los eventos de narrativa, y echaría a rodar de una vez sus benditos ojos grises por el mundo, hasta llevarlos a esas colecciones de no­velas de altas tiradas que —como pan caliente— se vendían en librerías del país y en otras latitudes.
Un amor, una vida que contar, dictó al teclado.
Ka era un personaje a la medida, un arquetipo o una excepción para pensar la realidad, imaginar escenarios posibles, salir los sábados, que la gente comentara: Es Ka, mírala bailar; un personaje contradictorio, intenso, doble, más duradero y mucho más palpable que la verdadera Ka: inteligente, limpia, lindísima, que bailaba en la sala, le sonreía irónica, murmuraba provo­cativa: Escritorzuelo, y lo besaba a intervalos en la realidad brumosa del sábado.
Las ventanas abiertas durante la noche mostraban distintas versiones del relato:
la primera:
Una historia de amor sencilla, fácil, bien manipulada, que recordaba los teleplays de las tardes de sábado, su discurso lineal, salpicado de anéc­dotas triviales, pero funcional en su inmediatez, y que quizá sirviera para eso: entretener, enseñar algo, ayudar a pasar el tiempo;
la segunda:
Una historia de amor sin demasiadas complejidades técnicas, ajena a las disquisiciones conceptuales sobre el sexo de los ángeles —tan de moda entre sus colegas en un pasado todavía reciente—, pero que se atenía con rigor a las reglas de oro de las narrativas del nuevo siglo;
la tercera:

...una historia que el Autor escribe a mano, con una pluma de ganso adqui­rida —souvenir de dos rublos en la Casa Museo Alexander Pushkin, robándole tiempo a la vida, fumando a ratos, bebiendo cualquier cosa, solo.
Un relato que no quiere ser ni parecer literatura sino la historia de una entrega real, pues el Autor escribe para que el Personaje lo admire: miente, inventa, sueña su historia y la vive para que el Personaje lo admire, y nos obliga a entrar y per­manecer en línea con su ordenador (en ese mundo de impulsos eléctricos imaginado por él de cabo a rabo) solo para que el Personaje lo admire: Querido Lector, ella me amará si escribo una historia de amor que la conmueva, ayúdame a tocar su corazón.
La novela se construye en un escenario virtual (que se nos muestra casi como una secuencia de perplejidades) para situar el texto en...

Esa perplejidad frente a la pantalla vacía era una prueba de cuán involu­crados estaban: el Autor en el suceso real y el suceso real en la escritura del relato. Movió el mouse sobre la superficie pulida y preguntándose cuánto de perdurable tendría esta Historia de Ka, abrió una nueva ventana. Necesitaba más: Acceder a su memoria, por ejemplo.
En el suceso real habían dicho:
—No voy a insistir.
—¿La próxima vez?
—Será inevitable. O dicho con un toque de vampirismo: la próxima vez que te vuelva a encontrar será inevitable que te muerda el cuello.
—Uyuyuy, qué miedo. Fue mi disfraz en el último baile de máscaras, perdí los colmillos y no recuerdo en qué cuello los dejé. Uyuyuy, qué miedo.
Estaban en la puerta de la habitación, iba a entrar:
—Será una fiesta, una auténtica fiesta.
Iba a entrar:
—Ven adentro, ven ya.
Sí, iba a entrar:
—Una hora, y una auténtica fiesta.
Sí, bastaría:
—Una hora.
Tres mil seiscientos inagotables segundos en aquella habitación:
—Superconfortable.
Bastaría, sí. Iba a entrar, pero
rozó las mejillas de Ka
y sostuvo su mano un instante cerca del rostro: Perfecto, largamente deseado. La movió por todo el cuello, sin prisa, absorbiendo paso a paso el perfume de la piel recién lavada, hasta encontrar el nacimiento del pelo: Caos incitante, sitio del desorden todavía húmedo. La besó en la frente y reiteró:
—La próxima vez será inevitable.
Se obligó a beber los restos de cerveza directamente de la botella. La cer­veza amarga y el humo del cigarro le devolvieron una frase abandonada en algún lugar del escritorio: Un byte de adolescencia, leyó. La frialdad de la máquina y la blancura insoportable del alba resbalaban en la pantalla. Tecleó, tal como llegaban las palabras, el inicio del relato:






[1] La formación del autor, su estilo y el ser humano que somos, le deben mucho al lector que fuimos antes: Agradecido como un perro. Entre afinidades, contradicciones y superaciones nos deslizamos hacia nuestra propia manera de construir el mundo. Y en una época signada por la interrelación, trasgresión o mutación de identidades, soportes y géneros (literarios o no) y de intertextualidades manifiestas, satisface rendir explícito homenaje a esos autores que nos influyeron y apreciamos de manera particular. Esa razón decisiva hace que tecleemos con desenfado en la pantalla imágenes suyas e incluyamos en nota al pie la amable petición de que liberes este libro en un sitio público: Hasta que encuentre a su destinatario ideal, si no has reconocido al menos tres de esas referencias intercaladas en el texto.

[2] En No le digas que la quieres, Senel Paz narra una historia de amor que siempre vuelve a ser conmovedora. En ese y otros cuentos, escritos alrededor de 1980 (que el Autor y el Lector siguieron con devoción de adolescentes), el personaje de David sintetiza las aspiraciones, los conflictos y la evolución individual y pública de una sensibilidad que alcanza en El lobo, el bosque y el hombre nuevo su punto de definición. Que esos cuentos nunca fueran reunidos en libro nos priva de una conti­nuidad reveladora, apreciable en la saga construida a través de tres películas cuyos guiones pertenecen a Paz: Una novia para David, Adorables mentiras y Fresa y chocolate.

[3] Las lecturas realizadas de Las iniciales de la tierra sacudieron con fuerza telúrica nues­tra primera juventud. En esa novela, Jesús Díaz lanza de lleno a su protagonista en el núcleo de perturbaciones fuertes que es la confluencia de las ambiciones personales y la participación en la Historia. Para ello lo empuja a participar en los hechos más relevantes del proceso revolucionario cubano hasta 1970. Intención, esfuerzo y resultados que pueden ser loables pero resultan casi siempre mal entendidos o casi nunca son asumidos en su difícil plenitud. Tal vez por eso, aquí y ahora, estamos más interesados en explorar los misterios de la singularidad desnuda, ese punto que hace infinita la curvatura del espacio-tiempo sin rodearse jamás de un agujero negro.

[4] Botella al mar/// Un libro/ es una botella al mar./ Yo quiero/ que los míos/ vayan/ a las manos/ rotas/ de los/ náufragos. Samuel Feijóo. El pan del bobo.

[5] Los personajes de la narrativa cubana que más hemos conocido a partir de 1990 son seres situados en algún tipo de marginalidad, vapuleados por la circunstancia o imponiéndose a ella, sumergidos en un submundo que se desentiende de los otros y los impele a sobrevivir a cualquier precio. La incertidumbre de lo real y la enormidad del desafío al cual se enfrentan la sociedad y sus ciudadanos se expresan en lo artístico a través de una mirada irreverente, dolorosa, sutil, éticamente explosiva, donde gana terreno el conflicto de un individuo que no se propone ser modélico ni representativo, sino escapar mediante la desviación de la norma pública, afirmando a cualquier precio su éxito personal. Esa nueva conflictividad se plantea desde la ficción con subterfugios diversos, en un amplio comercio con tendencias y maneras prevalecientes en otras literaturas, muchas veces mediante una lógica mercadocéntrica: la obtención del dinero y los objetos que este permite acumular, pero también en ocasiones con ganancias significativas para la literatura como lenguaje. Livadia, de José Manuel Prieto, sin­tetiza bien el peso abrumador de la caída de un modelo y los extremos en la reconversión de valores característica de ese período de crisis.

No hay comentarios:

Publicar un comentario